Criaturas con cuernos y colitas

Criaturas con cuernos y colitas

Vista de flores y árboles. Hilma Af Klint, 1922

Lilibeth fue llevada al hospital por su madre Zoraida, la pobre se retorcía de unos cólicos muy fuertes desde muy temprano en la mañana; al poco tiempo salía el médico preguntando a la ya dubitativa madre: -¿y los pañales y la ropita para el bebé? Se trata de un varoncito. 
La madre no pudo contener tanta información y se desplomó como un talego de papas.

Al cabo de un mes, la historia se repetía con Alma, la menor de las dos hermanas; la madre, quien apenas se reponía del primer y literal golpe, pensaba lo peor, ante los cólicos que la aquejaban. La historia confirmaba su espiral de tragedia, con la diferencia de lágrimas abundantes, ojos desorbitados y el género del neonato, que esta vez sería niña. Las dos adolescentes, juraron por Dios a su madre -mamá, no hemos conocido varón aún. Y un velo de misterio más amplio que el de costumbre, se tendía sobre la siempre asustada familia.

***

Llevado siempre por la superstición, el padre de las dos niñas y segundo esposo de Zoraida, Clemente de Jesús y de los Santos Alvarado, buscaba siempre las causas de lo que no podía explicar; misterios que se ocultaban a su razón y a la de cualquiera que quisiera demostrarle lo contrario. -No se olviden -repetía a sus amigos. 
-¡El demonio anda rondando en todos lados! 
Así, que movido todos los días por fuerzas ocultas, buscaba la mejor manera de vencerlas a punta de pócimas, elíxires y cuanto ungüento le era recetado por su maestro espiritual de cabecera, Don Bezerra; quien era en sí mismo, una mezcla de religiosidad cristiana, hechicería, espiritismo y ocultismo. Y quien había tomado el nombre del célebre médico y espiritista brasilero, Bezerra de Menezes.

Don Juan del Taba

El ‘maestro Bezerra’, como le llamaban todos, proveía a muy buen precio cuadros de todos los tamaños: arcángel Gabriel, virgen María, María Lionza, José Gregorio Hernández, el demonio siendo vencido por el arcángel Rafael y cientos de imágenes que le fabricaba uno de sus escultores,  siempre oculto en las habitaciones del fondo de su misteriosa casa. Además, pócimas de excelente calidad preparadas con toda clase de yerbas y menjurjes, por su ferviente esposa.

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Los dos patriarcas se encontraban los domingos a primera hora para ir a misa, y eran fieles cumplidores del deber. Se dice que, cumplían a sus familias con los alimentos de rigor, pagaban las cuentas muy puntuales y tomaban aguardiente después de salir de la iglesia, como para calentar motores. Las horas siguientes, las dedicaban a enhebrar argumentos acerca de  los más variados tópicos de las ciencias ocultas, de los misterios que mueven la vida y sobre todo, del enigmático poder que las mujeres ejercían sobre ellos, cuando los dejaban sin armas e  incapaces de vencer sus pobres voluntades.

Pero la lucha no estaba perdida. Para eso Clemente de Jesús contaba con su maestro, su ángel de la guarda y el de toda su familia. Era él, quien explicaba con lujo de detalles a Zoraida, acerca de las posesiones que las variadas y malvadas amantes ejercían sobre la voluntad quebrantada de su desprotegido esposo y la causa primera de cuanto dolor pudiera aquejarle. 
-Todo es culpa del demonio, mi señora, -le decía
-Debemos hacerle frente.

Después de varios tragos, con una botella en las entrañas, se dirigían a algún restaurante al rededor del parque, pues había que recargar fuerzas para los rituales de la tarde. Acto seguido, se encontraban con ambas familias en pleno, que habían cerrado un círculo de amistad para proteger los chacras y evitar la incursión de fuerzas maléficas que pudieran alterar el equilibrio en la búsqueda de paz de las dos atormentadas almas. Se dirigían en procesión, al centro de ciencias ocultas; casa del hechicero, a las afueras del pueblo, rodeada de una arboleda frondosa que, asegurara un estruendoso ruido a la hora del viento y una profunda oscuridad en las horas de penumbra, con un aire tenebroso fabricado con cortinas oscuras y enrojecidas luces en el piso y altares por doquier.

La penitencia no estaba excluida como ayuda en el proceso de blindaje de las almas. Caminaban más de una hora, a paso moderado, de tal forma que las piernas lo sintieran y el sacrificio actuara, mientras los dos jeques, tanto el espiritual como el semental, llegaban muy orondos en el jeep del gurú.

María Lionza, Alejandro Colina

Las imágenes de María Lionza y José Gregorio Hernández, protegían la procesión. Largas letanías salían de la vibrante boca de la esposa del gurú, quien bebía de las mañas de su marido, bajo los responsos de los insulsos penitentes y del sofoco a causa de aquel calor tropical. La masa de prosélitos llegó a la tenebrosa casa, donde se encontraron otros más; los jeques esperaban con cara de santo, parpados derramados y mandíbulas desencajadas. El gurú principal, ya estaba ataviado de túnica, turbante y zapatos blancos, banda azul y unas gafas oscuras, que seguramente disimulaban muy bien cualquier rasgo que su cinismo dejara escapar. 
–Hermanos todos... -empezaba el rito. 
-Unamos nuestros espíritus contra el mal en esta tarde. 

Por su parte, Clemente quien también se había transformado, vestía camisa, pantalón y zapatos blancos; estaba a punto de llegar a la levitación, con una fulgurante áurea que circundaba su cabeza. El beatífico cuadro de estos dos jeques de almas rotas, transfigurados y alados por sus ángeles, a punto de partir hacia el cielo, con sus ojos desenfocados y en constante retorcimiento era estremecedor.

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En una de esas sesiones, el maestro exigió a Clemente: 
-Tu hija, la mayor, debe ser iniciada como una de mis asistentes hoy. ¡Ya está lista!... El mes siguiente le toca el turno a tu otra hija; -le anunció con voz cortante. 
Las niñas de apenas 13 y 15 años, eran las almas indicadas, para sostenerlo con su virtud durante sus arduas sesiones y enjugar sus hervores. Al instante Lilibeth, vestida de una túnica roja, posaba ante la mirada perpleja de quienes la vieron perderse por entre aquellas luces, como fauces de león. En la sesión se filtró una música de ultratumba, mientras las demás almas en la sala contigua elevaban plegarias y ruegos levantando los brazos. A su turno, Alma vestiría túnica blanca; signo de su doncellez…

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La madre, que no era del todo boba, ató cabos; la intuición no le había alcanzado para proteger a sus hijas, exclamó:
-¡Cómo me dejé engañar una vez más, por la maldad del que llamo hasta hoy esposo! ¡He sido tonta al dejar a mis hijas a expensas de esos malhechores, pero,... ya es demasiado tarde! 
Maldijo por siempre a los autores de la desgracia de sus hijas.

Decían sus vecinos lengüilargos y quienes se habían enterado de los acontecimientos en aquel pueblo, que a las criaturas les saldrían con el tiempo, cuernitos en la cabeza y colitas montadas en protuberancias en la parte baja de la espalda, pero nunca se comprobó tal.

La flor de Samuel Warrand' (19 de agosto de 1862), de Gerogiana Houghton. Acuarela sobre papel.