La hiena y el suricato

La hiena y el suricato
En un país muy lejano, adornado de sabanas y llanuras, de desiertos y estepas vivía una hiena, audaz y altiva, distinguida a leguas por su pelaje pardo de manchas caoba, en el que se podían apreciar, a modo de collar, exóticas figuras que le daban apariencia y donaire.
Todos en su clan la temían, y hasta en los fosos más lejanos se hablaba de su clase y, sobre todo de su peligrosidad. No había otra que la igualara en la variedad de vocalizaciones, incluidas llamadas, lamentos, gritos y su singular risa, que utilizaba para llamar a los sirvientes o dominar a otras hembras e incluso a los machos, quienes acudían presurosos.

Ella se había auto proclamado reina de su clan y no hembra alguna osaba  discutírselo. Su mera presencia intimidaba, despertaba admiración para unos y furia sin par para otros.

Demandaba a su paso alfombra de hojarasca y séquito real y, ¡ay de aquellos que osaran negarse a rendirle pleitesía! Se convertían en objeto de su ira o de destierro. A do quiera que fuera se encargaba de malograrles su reputación.

Tal era su singularidad que no permitía que alguien más usara su letrina, transgrediendo así los comportamientos básicos de su especie.

No macho alguno se había atrevido tan siquiera a dirigirle la mirada, aunque la química del celo fuera más fuerte. Ella se encargaba de recordarles que como hiena que era, poseía también instinto de cazadora, carroñera y oportunista.

En su clan y en los clanes que frecuentaba, todos llegaron a odiarla en secreto, lo que percibía en sus miradas indiferentes. 

Cansada de ello, decidió irse antes de que fuera demasiado tarde. Las marcas en su piel y la falta de brillo en su pelaje, delataban ya sus años. Pronto, alguna hembra más altiva se arriesgaría a retarla en duelo y no podría superarlo.

Ya llevaba varios días de camino, se alimentaba de cuanta carroña encontraba, pues al no haber desarrollado sus destrezas de caza, las había perdido. Se sentía sedienta y cansada. De pronto, a lo lejos divisó, según lo que sus desgastados ojos pudieron ver, era un suricato. Su color canela con tintes plateados, su cuerpo esbelto y largo y su cola amarilla le dieron la certeza. Corrió presurosa a darle alcance, antes de que pudiera escabullirse, no obstante su fama de afable y cordial. Es bien sabido que las hienas y los suricatos no se relacionan, pues mientras las primeras son estrictamente carnívoras, los segundos suman a su alimentación también insectos y hierbas.
-Señor suricato, espere, espere por favor, no se vaya, vengo en son de paz.

-¡En son de paz! ¿Cómo puede ser esto posible señora hiena? No más verla me siento ya en sus fauces.

-No exagere, déjeme le cuento:

-Iba mi comitiva real, mientras yo dormitaba en mi carruaje, pues hacía un calor infernal, de pronto fuimos atacados por una jauría de leones que terminó con gran parte de mi cortejo, mientras otros de mis plebeyos huyeron despavoridos, me dejaron sola y no sé cómo logré escapar; -gimió con dramatizado llanto; -pues mis fuerzas ya no me alcanzan para batirme con los leones; por favor, ayúdeme, debo erigir un nuevo clan y no conozco a nadie en estas tierras.

-Y, ¿si no le alcanzaban las fuerzas cómo logró llegar hasta aquí? Inquirió desconfiado el suricato.

-Verá usted, señorito.

-Señor, replicó el suricato, señor Napoleón.

-Verá usted señor Camaleón…

-Napoleón, mi nombre es Napoleón, le recordó el suricato.

-Discúlpeme es que las hienas no hablamos muy bien la lengua de los suricatos; sólo yo que soy sabia y recorrida puedo hablarla…

-Saqué fuerzas de donde no las tenía y me instalé sigilosa en un matorral mientras pasó el peligro.

-Ah… entiendo.

-Y ¿cómo cree usted que pueda ayudarla a crear un clan? Las hienas no viven en estos lares.

-¿No cree usted señorito, perdón, señor Napoleón que podría vivir con su clan?

-¿Por qué no? Respondió ingenuo Napoleón. Así que compadeciéndose de la quejumbrosa hiena, cortó una rama que su saliva había empezado a desear y con sus hojas le hizo un sombrero, que luego puso en su cabeza.

-Protéjase de este inclemente sol, señora hiena, no vaya a ser que se insole. Parece usted una dama culta y sofisticada.

-Así es señor Napoleón, pertenezco a una estirpe real que ha pervivido por generaciones.

Y siguió hablando y hablando de sus idas y venidas, de sus viajes a tierras ignotas y de sus riquezas y del número de sus súbditos y de las verdes y las maduras que había tenido que pasar para mantenerse en el trono. Mientras tanto don Napoleón escuchaba atento, convencido de que caminaba al lado de una celebridad.

Y como no estaban lejos, llegaron pronto a la colonia suricata. Entre tanto los suricatos miraban aterrados a Napoleón, caminando con una hiena. ¡No podían creerlo! ¿Cómo podía ser esto? ¿Cómo es que podía comunicarse con ella? ¿Qué lengua era aquella? Esto les dio confianza y ante la indicación disimulada de Napoleón, al unísono, la reverenciaron con venias.
-Pero no me ha dicho usted su nombre señora hiena. –Exclamó Napoleón.

-Soy la reina Gothel. –Respondió la hiena.

-¿La reina qué?

-Gothel, se pronuncia poniendo la lengua entre los dientes, inquirió ésta presuntuosa.

-La reina Go-del, ella es la reina Go-del, oigan todos, pronúncienlo bien.

-Napoleón la presentó a los jerarcas de su colonia quienes la recibieron con vítores y la invitaron a la sombra en uno de sus mejores túneles.

-Estará usted hambrienta reina Go-del, preguntó Napoleón.

-Muero por un lote de carne jugosa, recién cazada, no quiero carroña ni nada que haya sido dejado por bestia alguna.

-Napoleón y los demás ordenaron presurosos a los encargados de la caza ése día, salir presurosos y satisfacer los requerimientos de la huésped. Otros tendieron las más mullidas y frescas hojas para que pudiera reposar. Cuando despertó, un banquete la esperaba, el cual engulló, perdiendo toda compostura y modal.

Con los días Napoleón se convirtió en el asistente personal de la reina Gothel, corría no más escuchar su voz. Era incansable, servicial, un trabajador como ningún otro. Logró poner a su disposición un ejército de suricatos que la cuidaban día y noche. Otros suricatos, por su parte, se encargaban de alimentarla con deleite, aceitaban su pelaje y la abanicaban incansablemente.

Pasaron los años y, Napoleón que no era ningún tonto,  notó que todos en la colonia estaban extenuados, trabajaban sin medida de sol a sol, en pos de satisfacer los requerimientos de la acomodada señora hiena, que no movía un dedo, más bien, que al menor movimiento de uno de ellos, lograba lo que su resabiado temperamento quisiera.
Se propuso, pues, Napoleón, recordarle a Gothel, que todos la habían recibido con bondad y diligencia, pero que eso no significaba que pudiera abusar sin medida de tanta generosidad…

-Verá usted, reina Gothel. Y antes de seguir, lo interrumpió ésta...

-Verá su majestad, querrás decir. 

Y prosiguió Napoleón. 

–Verá su majestad, todos en la colonia nos sentimos cansados de servirla, hemos sido generosos y al verla desvalida le hemos tendido nuestras manos y dado abrigo, pero ya ha pasado el tiempo y es hora de que ‘su majestad’ abandone la colonia, no está bien que la reina suricata haya sido desplazada por una reina hiena, y no está bien que todos aquí vivamos como si fuésemos hienas. Le recuerdo que no somos hienas, somos suricatos y queremos vivir según los de nuestra especie.

-¡Cómo se atreve! –Me está faltando al respeto. Exclamó enardecida la hiena.

-Su majestad es quien nos falta al respeto, no sólo ha abusado de nuestra calidez sino que nos ha impuesto costumbres del todo diferentes. Mis compañeros y yo no estamos dispuestos a seguir siendo sus esclavos, por siempre hemos sido libres y no vamos a seguir permitiendo que una hiena corte nuestras andanzas por estas llanuras.

-Los ojos desorbitados de la hiena parecían salirse, nunca antes nadie había osado hablarle con tal autoridad y claridad.

-Y, ¿cómo pretende usted que me vaya? No tengo a dónde ir, no tengo familia ni colonia que me reciba.

-Ése es su problema, señora hiena, si hubiera cosechado, ahora estaría recogiendo los frutos.

Y la hiena, con su rabo entre las patas, caminó desolada por el desierto, sin nada porque nada había cultivado ni amigos.


Comentarios

  1. Muy lindo y ejemplarizante.
    Que bueno que aprendiéramos la lección y sembráramos siempre para tener una buena cosecha. Tratemos a nuestros semejantes como nos gustaría que nos tratarán.

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    1. Así es mi querido lector-a, ésa es la regla de oro de la convivencia: "no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti"; la vida sería otra si siguiéramos esta regla al pie de la letra. Un abrazo.

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  2. Que bonita moraleja la d este fabula....pq abundan las hienas presumidas

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  3. Exelente cuento. En nuestra vida cotidiana. Encontramos nuchas hienas q no saben valorar y la gran mayoria de suricatos como napoleon encotrara muchas hienas hasta un día como el se despierta. Y se recupera la vda

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    1. En la vida nunca estamos exentos de ocupar uno de ésos roles. Un abrazo.

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  4. Afortunadamente mi abuelita sembró tanto q es la hora q hasta los bisnietos están recogiendo...

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    1. Qué fortuna Carito, tener una abuela como Cene. Un ejemplo vivo de cómo hay que vivir. Un abrazo.

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  5. Me gustó muchísimo esta-fábula. Se buscó la-esencia de lo que representa la hiena aquí: manipuladora, oportunista, soberbia.....
    Muy bien manejado el tema
    Felicitaciones. Luz Stella Muñoz.

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