Ver sufrir a mi hija me lastimaba. Las lágrimas
corrían por sus mejillas. –¿Qué te ha pasado, Aanisa? –La interrogué aquel día,
conteniendo mi propio llanto–. –Fue Lopón, fue Lopón quien me estrujó y me dijo
que sería mejor que nos largáramos antes de que nos maten a todos, –afirmó con
voz entrecortada mi pequeña–.
–¿Y por qué Lopón te diría tales cosas? –Él te ama, de
eso estoy segura, hija–.
–Anoche los militares los reunieron para decirles que
todos en su iglesia budista tenían que enfilarse contra los Rohingya, –Me respondió–.
Su llanto se hizo incontrolable. La abracé y miré a mi esposo, Abed por encima
de su hombro. Nosotros sí que lo sabíamos. Un silencio sepulcral llenó el
haremlik–.
–Mi familia, los Alabi, somos de religión musulmana,
está compuesta por mi esposo y yo; mis dos hijos, Abdelguedi y Aduledi y mi
hija, Aanisa. Hasta entonces habíamos vivido ahí en Rakhine, en esa comunidad
rural de Myanmar, que antes llamaban Birmania. La comunidad estaba compuesta también
por una mayoría de familias budistas, entre las que se contaban los Atisha, la
familia de Lopón, prometido de Aanisa y quienes habían jurado casarse desde
niños. Nos hacía mucha ilusión esta unión.
El padre de Lopón era Jamgon; la madre Prajna; y los
hermanos, Jamyang y Siddhi. Compartíamos, celebrábamos las fiestas y
tradiciones de cada religión con profundo respeto y tolerancia. Y casi todos
dejábamos de lado los rencores. Cuando alguien los traía a colación,
cambiábamos de tema inmediatamente y no le prestábamos atención.
–Una vez Aanisa se durmió, nos dispusimos a beber nuestro
último té del día. Aquel sería también el último té y el más amargo de nuestras
vidas en Rakhine.
–Anoche mi amigo Abdulah me contó que en su aldea
los budistas se han reunido varias veces con los militares, quienes los han
convocado a todos sin excepción. Me dijo que los monjes budistas los están
alentando a atacar a las familias musulmanas. Nos acusan de estar invadiendo
sus tierras, corrompiendo sus tradiciones y de estar acabando con sus recursos.
Ya los han armado –dijo, Abdelguedi, el mayor de los hermanos, con voz tensa
como rompiendo un témpano de hielo que se resiste–.
–¿Qué haremos? –Suplicante se dirigió Aliyah a su
esposo–. Un pozo profundo se abrió ante nuestras miradas.
Entre tanto, Jamyang, el hijo mayor de los Atisha, azuzaba
a poner en acción lo que consideraba un mandato de las autoridades militares y
religiosas. –No podemos dejar que esos malditos musulmanes nos sigan
invadiendo. Poco a poco se van apropiando de nuestras tierras. Se reproducen
como conejos. Eso sin contar que se están uniendo para apoderarse de cuanto
encuentran en todo el mundo. Es hora de expulsarlos. –Afirmó vehemente, abriendo
un callejón sin salida–.
–Lopón, guardó silencio. Todos lo miraron como
esperando una respuesta.
–Yo no voy a atacar a nadie, ¿no se dan cuenta que
la familia de mi prometida es musulmana? ¿Cómo pueden olvidar todo lo que han vivido
las dos familias?
–Y miró a su hermano–. Sin cruzar ni una palabra
más, abandonaron la sala y salieron en direcciones diferentes.
A la mañana siguiente, cuando desayunábamos,
apareció Aanisa, con sus ojos todavía irritados.
–Anoche, sin querer, escuché lo que hablaban. Miró a
su padre con devoción. –Dame una luz, padre. No soy capaz de dejar a Lopón,
vamos a casarnos dentro de poco–.
–Hija, entiendo, pero debemos tomar medidas cuanto
antes –afirmó consternado mi esposo–. Debemos marcharnos antes de que sea
tarde. –Él sí que sabía lo que se avecinaba.
–Déjenme voy a casa de Lopón a hablar con él y al
mediodía les contaré. –Y salió de prisa mi hija, Aanisa en dirección a la casa
de su amado. Nos quedamos con el corazón sobresaltado, sólo quedaba esperar–.
Por entre la ventana de una de las salas de su casa
que daba a la calle, aquella en donde siempre se instalaba para ver a su Aanisa
del alma hasta perderla de vista, divisó Lopón a una mujer que se acercaba con
paso apurado. Inicialmente no logró identificarla, siguió mirando hasta que de
golpe y porrazo, saltó y corrió en su búsqueda. –Me lo contó tiempo después la
madre de Lopón que observaba desde la sala contigua, en su breve visita por
entre el alambrado del centro de refugiados.
–¿Por qué estás aquí? ¿No te das cuenta de lo grave
de la situación? –La increpó Lopón–. Y sin dar pie a que respondiera, siguió
hablando.
–Mi hermano salió temprano, con machete en mano para
encontrarse con sus amigos y empezar la tarea, como llaman ahora, matar
musulmanes. –¿A dónde iremos? –Le preguntó la amada– No podemos permitir que
nos separen.
–Y rompiendo con todo temor y toda prohibición religiosa
y cultural, se abrazaron en un abrazo eterno. Y lloraron como un río. Abrieron
los ojos empañados por las lágrimas, se los enjugaron con las manos y presenciaron
aterrados, cada uno desde su ángulo, cómo un grupo de hombres, mujeres, ancianos
y niños, armados con palos, machetes y hoces, se abalanzaban sobre sus cuerpos,
ya sus almas se habían fundido. Y un nuevo mar rojo se dibujó en el pozo que la
lluvia de la noche anterior había dejado. Las figuras fugaces que se formaban
en las nubes, se reflejaban en él.
–Mi familia y yo, logramos correr y perdernos por
entre los matorrales en el bosque, con lo poco que pudimos recoger, hasta que
bajo la protección de las Naciones Unidas nos resguardamos en este centro de
refugiados. Por mi parte, yo ya estoy
muerta, mi vida me la han arrebatado con la de mi Aanisa. Ahora, todos mis tés
me saben amargos.
Éste estilo para contar y redactar, está muy interesante.
ResponderEliminarNo pude parar hasta terminar...
Felicitaciones!
Hay que continuar cultivando ése estilo de frases cortas...Néstor.Giraldo.
Mi estimado Néstor, es un gusto reencontrarte y saberme leído por ti. Gracias.
EliminarHola Luis Fernando, otro Romeo y Julieta, incomprendidos por la estupidez humana que quiere imponer una religión, una raza o una ideoligia.... Lo seguimos viviendo ahora como antaño.
EliminarGracias por recordarnos con este relato nuestras más grandes incoherencias. Un abrazo.
Gracias, Amparo por tu reflexión, así es, el humano siempre dando vueltas, tropezando con la misma piedra. Un abrazo.
EliminarQue lindo relato.... Pero que triste... gracias amigo, pero queremos más.
ResponderEliminarMi querida amiga, Aracelly, así es, es una historia triste y real, como tantas otras que producen las contradicciones humanas. Gracias a ti.
EliminarHola mi querido LUIS FERNANDO.
ResponderEliminarUn cuento muy triste y propio de esas rivalidades sin sentido que se dan en muchas comunidades del mundo. Bien narrado y me gustó. Luz Stella Muñoz.
Mi querida Luz S. no puedo estar más de acuerdo contigo, esta es una historia como muchas de esas que se cuecen en medio de conflictos étnico-religiosos de nuestro mundo. Gracias mil. Un abrazo.
EliminarLa triste realidad de la intolerancia religiosa , política y social , que decir de nuestros desplazados en el litoral pacifico...
ResponderEliminarUna muy triste realidad enconada por la intolerancia étnico-religiosa, común en muchos regiones del mundo, de la que nuestra Colombia no escapa. Un abrazo, querido-a lector-a.
EliminarHeartbreaking 💔 y la realidad vivida en aquella región probablemente peor. Y en muchas otras, sólo pienso en el Yemen... gracias
ResponderEliminarMi querido-a lector-a, esta es una realidad que nos circunda. La estupidez humana no tiene límites. A veces creemos que hay causas superiores a la causa misma de ser más humanos, y nos equivocamos, pero es la realidad.
EliminarMe gustó mucho no solo el tema relevante, sino la forma en la que escribes. Siento que es más a manera de cuento que de crónica periodística. Con gusto seguiré leyendo! Felipe Andrés Peña.
ResponderEliminarMil gracias, Felipe por tomarte el tiempo de leerlo y comentarlo. Aprecio ése gesto.
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