Anita Guillermopietro
Anita Guillermopietro
La misa era un evento sagrado para ella. Asistía todos los días sin falta, a las 5:30 p.m., a la parroquia de los curas bellos, de los gringos de ojos claros que la deleitaban. Aunque según sus propias palabras, los ojos cafés del seminarista colombiano la mataban, la dejaban de una sola pieza.
Anita, como todos la conocían en la parroquia, era una señorita ya entrada en años, pasaba de los cincuenta. De baja estatura, menudita ella, extremadamente delicada y dulce en el trato. Poseía un rasgo que la hacía inconfundible: –hablaba con la boca casi cerrada, mientras estiraba los labios como para dar un beso. Largos sonidos de eses se escapaban por entre su fruncida boca, cada vez que vocablos estrechamente salían de ella–.
– Anita Guillermoprieto, –me llamo Anita Guillermoprieto. Mi apellido es mejicano, porque mi papaito, que en paz descanse, era mejicano; –y se persignaba al instante tres veces–. Siempre repetía su nombre. –Mi papaito enamoró a mi mamaita en un viaje que ella hizo a México y se vino con ella, así, sin pensarlo, se la trajo con lo que tenía puesto y unos centavos que tenía ahorrados y se casaron. Mi mamaita lo sonsacó…– ”.
–Y reía con una risa de ratona–.
Difícil creer que alguien pudiera reír sin que se expandieran sus labios, sin ni siquiera alterar la postura de su boca, surcada ya por varias y fuertes líneas de expresión.
Por su parte, Ángel Sanclemente, era el famoso seminarista colombiano, el de los ojos cafés que deleitaban a Anita. Santandereano y apuesto. Con un sentido de solidaridad desmedido y una gracia sinigual en el trato con todos. Él era uno de los pocos colombianos en esa parroquia de gringos que enamoraban a Anita.
Anita solía afirmar que le gustaba ir a misa por el padre Gustav, por esa forma tan bella de pronunciar el sermón y tratarla a ella. Pero sobre todo, le gustaba ir a misa para hablar después con Angelito. Él la escuchaba, le dedicaba tiempo y se sentaba con ella a oírle sus mil y una historias. Le contaba las aventuras de sus papaitos cuando se conocieron en Ciudad de México y cómo se enamoraron. Le relataba con delectación y haciendo énfasis en que el amor de sus papaitos había sido a primera vista, y que ella esperaba algún día vivir un amor igual; sobre todo ahora que su papaito había muerto. Ella esperaba enamorarse, y suspiraba con un suspiro lleno de eses. Y volvía a repetir la historia. Una y otra vez. Y Angelito no se cansaba o su caridad se expandía, hasta que la hora del rezo le llamaba y tenía que despedirse. Ella, entonces aprovechaba para tatuarle un sonado beso en la mejilla, mientras los compañeros, que fisgoneaban escondidos tras una de las columnas de la iglesia, hacían mofa de la escena.
–Anita te va a dañar la vocación, –le decían entre risas y chanzas–.
– ¿Y cómo logras entenderle? –Insistentes lo atocigaban–.
–Ella no abre la boca para hablar, no pronuncia y es casi imposible escucharla, –le repetían–.
Ángel reía a la par con ellos, pero con un respeto sumo, sin desconocer que Anita era todo un personaje.
Los sábados, Anita no se perdía el rezo del rosario muy temprano; y, luego la misa larga, pues el domingo no asistía a la iglesia.
–Nadie sabía por qué Anita siendo tan católica, no iba a misa los domingos.
Ella decía que por eso iba a la misa del sábado en la noche, que valía por la del domingo, pero nunca expresaba cuál era el motivo. Y luego, se sentaba con el seminarista y hablaban, o más bien le trillaba las mismas historias. Antes de terminar le decía que un día lo iba a invitar a almorzar a su casa.
–Ojalá sea un domingo, para que venga y almorcemos con mi mamaita, –el domingo la saco a la sala, insistía–. Y cada sábado repetía la misma invitación. Y se marchaba con una ilusión marcada en su rostro.
Cierto día, Ángel lleno de curiosidad, le dijo que había llegado la hora de concretar la invitación a almorzar. Que el domingo siguiente iba a ir a su casa para que le presentara a su mamaita y almorzaran juntos. Feliz, le respondió que sí, que ella había estado esperando que él tomara la iniciativa –como es debido–, y que no había problema, que prepararía el almuerzo para los tres. Así que lo esperaría a las doce en punto.
–A Ángel y sus compañeros la situación les causaba una curiosidad morbida. Querían saber por qué Anita no asistía nunca a la misa con su mamaita y por qué siempre estaba sola. –Todos en la casa le pronosticaron un almuerzo romántico y una boda suntuosa, mientras él no paraba de reír.
Se preparó entonces el seminarista para su almuerzo dominical. Caminó desprevenido varias cuadras hasta que encontró la dirección, según las indicaciones que le había dado.
–Es en la casa pintada de azul, como el manto de la virgen y de ventanas blancas, como su velo, –había enfatizado–.
–Es la casa después de la panadería de la esquina, –insistió para estar segura de que llegara sin pérdida–.
Al tanto se encontró Ángel llamando a la puerta de Anita Guillermoprieto, quien le abrió en un santiamén. –Claro, lo estaba esperando con anhelo.
–Adelante Angelito, siga que está en su casa, –y le estampó uno de sus pequeños besos–.
–Lo tomó de ambos brazos y lo sentó, –¿Qué quiere que le traiga antes del almuerzo? ¿Un vinito, un cafecito, un té? o ¿Qué le provoca?–.
–Tanta proximidad empezaba a incomodar a Ángel.
–Un café está bien, gracias, Anita; –respondió serio–.
Anita deshizo en pequeños pasos su marcha hacia la cocina, mientras él se dedicó a mirar en círculos tratando de encontrar a la mamaita, sin que ningún rastro ni ruido anticipara su presencia. Le pareció extraño, y más extraño se le hizo el altar que ocupaba más de tres cuartas partes de la sala, adornado con flores artificiales avejentadas, velones y lo que supuso eran sufragios, como si alguien hubiera muerto y se dispusieran a velarlo en ése mismo instante. Un olor a velorio se coló por entre su nariz.
–A breve distancia, un gorrión común, posado en el pretil de la ventana que daba al patio interno, empezó a cantar desaforado–. La aparición repentina de Anita portando una bandeja con la taza de café, no le permitió sacar conclusiones de aquel espeluznante escenario.
–Aquí tiene su cafecito Angelito, tómeselo rápidito que está recién coladito, –le insistió–.
–Ahorita que vayamos a almorzar yo saco a mamaita para que la conozca y le dé su saludo, –siguió hablando sin medir tanto irritante diminutivo–.
–Pensó Ángel que la señora madre de Anita era muy anciana y todavía estaría en cama o que estaba arreglándose para salir del cuarto. –No entendía nada–.
Y empezó ella de nuevo con sus historias. Esta vez con un componente nuevo. Le contó que las vecinas siempre le preguntaban por su mamaita y que ella les decía cualquier cosa para salir del paso, que eran muy chismosas y que no soportaba que quisieran meterse en su vida.
–Al igual que los compañeros de Ángel y los curas gringos, todo el mundo se preguntaba por qué Anita siempre estaba sola. Pensó el seminarista que por fin iba a conocer a la señora Edelmira.
–Espéreme aquí sin moverse, –lo empujó por los hombros–. Yo voy al cuarto de mamaita y vuelvo enseguida. –Y deshizo Anita sus pasos en una festinante marcha hasta la habitación contigua–.
–Desde la cocina un olor rancio que escapaba del borboteo de lo que Ángel adivinó era una sopa hirviendo, hizo que se restregara la nariz.
Un canto de esos que cantan en las iglesia durante un funeral; –y que el seminarista conocía de memoria–, se dejó venir a voz en cuello, en una voz que intempestiva llegó a sus oídos. Todo era muy confuso. Era la voz de Anita que se escuchaba plena y llenaba el espacio. ¡Nada qué ver con la menuda vocecilla de niña de siempre! Verla ataviada como una novia, con velo, vestido blanco, largo y en sus manos portando una urna le causó mayor estupor. –Creyó Ángel que le estaba jugando una chanza. –No sabía si reír o acompañarla en el canto–.
Depositó la urna –parecía un ataúd de bebé–, en uno de los puestos dispuestos en la mesa, en posición vertical y le indicó al seminarista que se acercara.Y deshizo de nuevo sus pasitos hacia la cocina. –El ritual quedó suspendido en el ambiente y en los aterrados ojos del seminarista–.
El mundo de Ángel se había detenido, estaba conmocionado, no lograba hilar las ideas. Miró a todos los lados como quien busca escapar de una encrucijada, pero le pareció un despropósito.
–¿Había en la urna una muñeca? ¿qué había realmente allí? –En su cabeza las preguntas se arremolinaban sin orden alguno–.
–Estaba ahora en pie y muy consternado–.
Al tanto, regresó la novia con sus mismos menudos pasos portando una sopera. Con su transformada voz le pidió que bendijera la mesa. Rápidamente el seminarista bendijo los alimentos. En un santiamén sirvió Anita la sopa en los tres platos dispuestos.
–Pero la mamaita no aparecía y Anita estaba arrobada–.
Quitó Anita la tapa de la urna y extrajo un cráneo y un par de huesos largos, –supuso el seminarista ahora con ojos saltones, que esos eran los húmeros, las tibias y la cabeza de la mamaita Edelmira; –sus manos se juntaron formando una cruz con su boca–.
Ángel no podía con tanto y su caridad cristiana tampoco, pero sentía que algo lo ataba a aquella silla y que el espacio todo lo convocaba como si hiciera parte de un conjuro o de una sesión de espiritismo.
–Coma Ángel que se le enfría la sopa, –no usó el diminutivo de siempre–.
Pasmado, el seminarista no logró accionar, al momento comprobaba que unos enormes ojos de vaca nadando en un líquido denso y grasoso lo miraban burlón desde los tres platos.
¡Pies en polvorosa! Ángel derruyó todo a su paso hasta alcanzar la puerta a la calle.
En la parroquia de los curas bellos, los de ojos claros, ya no se volvió a ver a Anita Guillermoprieto y al seminarista de ojos cafés en sus largas pláticas vespertinas. Y, Anita nunca pudo reponerse de aquel desprecio. Tampoco logró comprender por qué razón el seminarista, su Angelito, había salido despavorido de su casa como si hubiera visto un fantasma.
Luis, esto no es un cuento…
ResponderEliminar¡Es una procesión literaria hacia el abismo con cirios encendidos y calaveras vestidas de novia! 👰♀️💀
Lograste construir un personaje entrañable y perturbador, todo al mismo tiempo. Anita Guillermoprieto es la mezcla perfecta entre ternura descompuesta y locura devota. Esa voz de “ratona”, sus “esessss” y esa manera de sostener la misa en su altar privado con huesos incluidos… ¡me dejó sin aliento y con el rosario enredado en el cuello!
La atmósfera que creás es tan cinematográfica que por un momento pensé que Angelito no iba a salir vivo, pero lo que de verdad no sobrevivió fue la inocencia del lector.
Te aplaudo de pie, con hostia en una mano y whisky en la otra. 🥃📿
Este relato merece altar, misa… y exorcismo literario.
Ufff ! Qué humor y qué susto ! La historia y Anita son aterradores. Logras que la tragedia y el terror se vivan en un tierno diminutivo. Me encantó ! Gloria Medellín.
ResponderEliminarFascinante relato. 👏👏👏 María Ledy Hurtado
ResponderEliminarDespués de vivir en el Santuario - Antioquia, creo esto y mucho más 🤣 Que susto! Jazmin Alzate
ResponderEliminarMUYBUENO Y BIEN NARRADO. ADEMÁS HAY COHERENCIA CON EL PERSONAJE TAN EXTRAÑO. 👍🏻👍🏻👍🏻👍🏻 Luz Stella Muñoz
ResponderEliminarAY! Anita y su humor negro.. Johan Quintero.
ResponderEliminarDefinitivamente, solo con leer tres renglones, ya te sientes atrapado en la historia, quieres llegar al final pronto, porque hay una emocion sadica y morbosa por saber que paso con la Sra Edelmira. Lograste un suspenso y una expectativa llena de adrenalina, de intriga en un relato corto. Me encanto!!! Quede antojada de leer un poco mas de esta historia, una segunda parte y saber que paso con Anita Guillermoprieto. Felicidades!!!!
ResponderEliminarHola Luis Fer me gustó mucho tu escrito, lo envuelve y se introduce e imagina esa historia 👏🏼Ábgela Ricaurte.
ResponderEliminarEste relato es una joya narrativa donde se entretejen con maestría la mística, el desconcierto y la perturbadora delgada línea entre lo real y lo simbólico. Lo más fascinante es cómo el lector transita desde una atmósfera casi cotidiana hasta un clímax surreal que evoca el universo de lo macabro y lo ritual, sin perder nunca el pulso humano de los personajes.
ResponderEliminarAnita encarna un arquetipo conmovedor: la soledad sublimada en el delirio, la devoción transformada en rito íntimo y perturbador. Su mundo, hermético e incomprendido, nos invita a reflexionar sobre los límites del dolor, la pérdida y la necesidad de compañía, incluso más allá de la vida.
Ángel, por su parte, representa la razón en confrontación directa con lo inexplicable; su desconcierto es también el nuestro. Lo que comienza como un encuentro cargado de inocencia y rutina, se va transformando en una escena profundamente simbólica que recuerda lo mejor del realismo mágico, con una atmósfera que se siente cercana a lo onírico o incluso a lo espiritista.
Este relato no sólo inquieta: también provoca preguntas que siguen flotando luego de la última línea. ¿Qué significan los restos? ¿Qué papel juega el canto, la sopa, la ceremonia? ¿Estamos presenciando una metáfora del abandono, una forma de duelo trastocado, o la encarnación de una devoción enfermiza? Cada lector hallará un eco distinto.
Gracias por compartir una historia que, más allá del asombro, nos obliga a mirar hacia el abismo de lo humano, lo inexpresable y lo profundamente simbólico.
EmiliaBH
Wow! Hace rato que no te leía. ¡Qué giro tan espectacular en la historia! Entre asustador y gracioso. Robinson Garcés.
ResponderEliminarTuve la oportunidad de escucharlo de tu voz, y fue increíble. Gracias
ResponderEliminarHola fercho me tramporte ala casa de Anita que susto era una bruja y me puso los pelos de punta x que tevi ATI cuando eras seminarista me lo imagino corriendo como loco felicitaciones
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