Teatro de cámara, oscuro
Teatro de cámara, oscuro
Frente panorámica; cejas despobladas y ascendentes; nariz grande, ancha en la punta y con marcadas y vibrantes aletas nasales; cuencas oculares profundas que alojan ojos negros e inexpresivos; piel facial marcada por un acné juvenil agresivo; mandíbula inferior puntiaguda y labio superior delgado y severo. El conjunto de su rostro es abrupto y anguloso, denota intransigencia, perversión, quizás desequilibrio. Se asemeja a Hannibal Lecter o a Dexter Morgan, –para hacernos una idea–. Sí, así es la cara que puedo recordar de Macario Láutaro, aquel director de teatro y, según él, sacerdote, del que nunca logramos conocer su verdadera identidad, con un desmesurado y enfermo ego.
El panfleto que se podía leer en una de las carteleras de la facultad de Filosofía era claro y tentador:
–“Se invita a todos los estudiantes interesados en participar en el montaje de una obra de teatro danza ... Clases de preparación gratis. Se requiere disponibilidad todos los fines de semana…”–.
Era la clase de invitación que había estado esperando por años, así que no dudé en llamar de inmediato al teléfono de contacto e inscribirme.
Del otro lado, el receptor me dijo que debía presentarme a los dos días en el salón 5F del edificio contiguo al de bienestar universitario, a las 5:00 p.m., allí recibiría toda la información. Así lo hice. La información nos fue provista por Benito Aristizábal, del que poco después supe, era el asistente personal y perro faldero de Macario.
El viernes siguiente me encontraba, con mis nuevos compañeros, entrando a un convento casi en ruinas, de tapias ancianas como el par de monjitas que deambulaban día y noche por sus ruidosos pisos, por allá en el lúgubre barrio Las Cruces, en el centro de la Bogotá profunda, donde con dificultad se vive.
De repente, cuando nuestros pasos intentaban cruzar el umbral destartalado de la puerta, la voz trémula de la mayor de las ancianas salió con una fuerza imposible de aquel enclenque cuerpo:
–‘Mucho cuidado, mucho cuidado que en este caserón asustan en las noches… mucho cuidado…’.
–Se entrecruzaron las miradas de los aterrorizados mancebos quienes petrificados se encontraron sosteniendo en sus manos aquel umbral que parecía a punto de caer–.
Cruzamos dos patios internos adornados por fuentes que en otrora animaron la vida conventual con su canto. Luego subimos por unas escaleras ruidosas, mientras que una puerta nos devoró tras cerrarse a nuestras espaldas.
El primer trabajo que los fieles prosélitos debimos realizar, consistió en cubrir con plásticos negros cuanta ventana y puerta encontráramos en el desolado tercer piso del claustro, buscando que no haz de luz se filtrará por resquicio alguno. El objetivo era crear una cámara oscura que pudiera absorver los colores proyectados por las luces.
–Mientras trabajábamos, el viento propagaba por el aire fétido la advertencia de la anciana–. Otros candidatos a actores estarían encargados de ubicar luces y tramoyas en el lugar señalado como escenario; otros dispusieron espacios para vestuario y maquillaje; otros, lavaron los desvencijados baños; un par más, adaptó un cuarto como cocina; entre otras tareas. Todo ello constituía una apasionante aventura, de aquellas que sólo se puede experimentar en estado puro a los 20 años.
La primera clase, esa misma noche sería de improvisación, que según explicó el oscuro director, consistía en el acto de sacar a relucir lo mejor de la expresión corporal y del histrionismo, con un tema no preparado. Todos los presentes debimos mostrarnos en escena. Aquella experiencia teatral inicial fue apasionante. Con ello quedaba claro qué tan buenos o qué tan malos éramos unos y otros en la materia:
–‘Señorita Mendoza, muy buena su actuación, muy creíble y versátil, felicitaciones’–.
–‘Señor Velandia, hay que seguir trabajando en la dicción, las pausas escénicas son necesarias, permiten que el espectador digiera la escena’–.
–‘Señora Pineda, creo que usted no nació para el teatro y, con su cuerpo, menos para la danza’–.
–Eran el tipo de comentarios con los que Macario retroalimentaba a los neófitos–.
No quedada duda, el tenebroso sabía del arte en cuestión; tanto que la actividad duró hasta pasada la media noche y alimentada por sus vastos conocimientos, sin que nuestros cuerpos lo sintieran. En breve, el tiempo dejaría de tener sentido. –Ninguno de los presentes podía saber con certeza la hora exacta, pues a la entrada se nos había exigido depositar nuestros coloridos relojes, casi infantiles, en una bolsa. –Nos serían devueltos el domingo en la noche, a la hora de regreso a casa–.
Arroz, sopa de lentejas y ensalada de repollo, tomate y mayonesa saciarían nuestros estómagos juveniles pasados ya de hambre. Luego, una clase más de danza y a dormir.
Nunca supimos a qué hora nos despertó aquella voz ronca y profunda, ni aquella primera vez ni en las futuras, la cual hacía que corriendo nos diéramos un baño de gato y engulléramos el ligero desayuno, ofrecido ahora por Ada Cedeño. –A qué hora de la noche ni por dónde había llegado ésta, serían un misterio–.
Empezaba la función de aquel día, aunque nuestros cuerpos hubieran preferido seguir durmiendo. Y, cuando todos esperábamos instrucciones, sentados en el piso, apareció imponente Macario. –Un silencio sepulcral dominó el recinto, mientras éste daba inicio a una especie de monólogo–. Sus ojos vacíos nos devoraban impasibles:
–‘Silencio’. –Proyectó con voz silente –.
–‘Esto no es un juego’. –Cortó el aire con una ráfaga de saliva–.
–Y otra pausa escénica tornó más oscuro el cubículo. –‘Quien quiera estar aquí debe tomarse las cosas en serio’–.
–Todos nos miramos como si hubiéramos cometido algún delito–.
–‘Las artes escénicas son una causa y, quien no quiera adherirse a ella, debe renunciar ahora, ahí está la puerta’–.
–La agudeza de su pronunciación había alcanzado el máximo de volumen y drama–.
–Nuestros cuerpos se habían encogido. Cada una de sus palabras nos taladraba–.
–‘Anoche algunos sabotearon el sueño del grupo’. –Siguió con su monólogo–.
–Y nuestros ojos buscaron inquisidoramente al culpable entre los rostros aterrados del colectivo–.
–¡Había que señalarlo!
–Aquel hombre lograba calarse en nuestra psique.
–‘Esto no lo voy a permitir’. –Continuó incisivo–.
–Y otro silencio lleno de penumbras se prolongó por eternos instantes…–
Nunca supimos a quién iba dirigida aquella diatriba. Entonces las trémulas palabras de la monjita volvieron a nuestra mente.
El sábado entero transcurrió entre carreras. Unos se maquillaban; otros se probaban el vestuario; otros susurraban sus textos buscando memorizarlos; otros movían mesas, sillas y catres; otros barrían y otros trapeaban; y un grito perenne hacía que todos nos moviéramos como hormigas en colonia impulsados por una reina malvado.
No había espacio para charlar, ni tiempo que perder. Una actividad se trenzaba con la siguiente y ésta con el almuerzo y aquel con una clase y otra, hasta el agotamiento, por más de ocho meses. Los fines de semana se fueron entretejiendo y el tiempo fue surtiendo efecto en nuestros demacrados rostros, siempre alcanzados de sueño y llenos de cansancio, superados sólo por nuestra pasión y fuego juvenil.
Cada vez se hacía más notoria la amenaza constante y la voz hiriente del tenebroso. Su actitud retadora nos sumía en llanto cuando él lo quería o en risa desbordada cuando así lo requería su capacidad de manipulación; otras veces una depresión profunda nos invadía sin aparente causa o una euforia colectiva hacía que nos amáramos con frenesí.
Algunos empezamos a preguntarnos si aquello era medianamente normal. –A esa altura éramos conscientes de lo disfuncional de nuestra situación–. Mientras tanto, a otros los veíamos más hundidos en aquella dependencia sicológica. Ya asumían comportamientos de adeptos, imitaban actitudes del tétrico, como si el objetivo fuera calcarlo hasta en lo más mínimo.
Unos cuatro: Luis, Natalia, Mónica y yo, decidimos reunirnos un día después de los ensayos y hablar del tema y de todo lo que nos preocupaba; sobre todo de la última novedad. Ahora Macario había llamado a algunos para hacerles una exigencia:
–‘Necesito que sus padres se comprometan con esta causa, así que los quiero presentes en una reunión la próxima semana’–.
–Curiosamente no había solicitado la audiencia con ninguno de los padres de los que estábamos reunidos aquel día. Según un par de voces, en la reunión había pedido a los padres apoyarlo económicamente para sacar el montaje adelante. Les había exigido firmar un pagaré que respaldara un préstamo millonario. Según otras voces, algunos padres lo habían firmado y otros se habían negado. Y como atraídos por un imán, los cuatro que empezábamos a tomar conciencia de lo feo de la situación, nos sentamos juntos durante las actividades del fin de semana siguiente y de los pocos más que nos quedarían en aquella lóbrega estancia.
Empezamos a mirar con desconfianza la actuación de Macario y sus secuaces, que para entonces, ya había alcanzado a más de la mitad del grupo. Más agresivos que el propio Macario, más condescendientes con él y con Benito y Ada, alfiles especialistas en espionaje y fisgoneo; puestos a su disposición total, mientras el tenebroso dedicaba su tiempo a dormitar y a comer.
De Ada temíamos nos envenenara, disolviendo alguna pócima entre las comidas y; nuestras espaldas se cuidaban de Benito, quien había hecho caer a Alcira que se mostraba reticente a la causa, mientras patinaba. –Era clara la intencionalidad de la maledicencia con la que había intervenido en una escena en la que ella hacía las veces de coqueta impulsadora. –De esa fatal caída le quedaría una fractura de codo–.
No había tiempo que perder! Teníamos que marcharnos, salir de aquel gueto y volver a recobrar la luz, quitarnos las cataratas que opacaban nuestras miradas y nuestra razón, pero no queríamos dejar a esos otros jóvenes a expensas del siniestro. Empezamos a hablar primero con quienes creíamos no estaban tan obnubilados y pedimos a estos hablar con sus amigos, hasta que nuestra estrategia fue develada por uno de ellos y nos cerraron las puertas.
Fuimos declarados espurios. Nuestros sueños de ser actores chocaban con la luz que hería aquella oscuridad, y, muy a nuestro pesar, tuvimos que marcharnos dejando a muchos jóvenes más en aquella cámara oscura.
Se dice que el viejo convento cerró sus puertas y le dio paso a un nuevo y moderno edificio.
Nunca más tuvimos noticias de aquellos que dejamos atrás.
Desde entonces y según voces que se esparcen más y más por el barrio Las Cruces; en las heladas noches de la capital, se escuchan voces y lamentos seniles y gritos juveniles.
Excelente narrativa descriptiva
ResponderEliminarMuy bien don Luis Fernando, ahí me tuvo agarrada con esta lectura gracias por compartirme. Un abrazo. Nancy
ResponderEliminarSu lectura me tuvo en tensión hasta el final.
ResponderEliminarMuy bien narrado
Felicitaciones.👏🏻👏🏻👏🏻👍👍👍Luz Stella Muñoz.
El relato Teatro de cámara, oscuro
ResponderEliminarse erige como una metáfora inquietante sobre los límites entre la creación y la manipulación, entre el arte y la dominación. A través de la atmósfera densa y casi claustrofóbica que envuelve cada línea, se revela no solo una historia de poder psicológico, sino también una advertencia sobre cómo la búsqueda de pertenencia y de sentido puede tornarse una trampa emocional.
Macario Láutaro, ese supuesto director y sacerdote, es el arquetipo del gurú oscuro: un ser que transforma el arte en culto, el aprendizaje en sumisión, y el entusiasmo juvenil en materia moldeable para su propio ego. Su presencia devora el escenario y el alma de los personajes, convirtiendo el teatro —espacio de libertad y catarsis— en una prisión simbólica, donde la luz se cubre con plásticos negros para mantener viva la oscuridad del control.
El texto logra algo magistral: fusionar el suspenso psicológico con la reflexión ética. Lo que comienza como una experiencia artística termina revelando los mecanismos del abuso emocional y la manipulación colectiva. Cada silencio, cada mirada, cada orden de Macario resuena como un eco de las estructuras de poder que, a lo largo de la historia, se han disfrazado de inspiración, fe o disciplina.
Pero más allá de su tono lúgubre, el relato también encierra una esperanza callada: la de los pocos que logran ver más allá del encantamiento. Aquellos que, aun con miedo, deciden abrir los ojos y salir del teatro de sombras para reencontrarse con la luz. Esa fuga representa una reivindicación de la conciencia, una afirmación de la libertad interior frente al sometimiento del alma.
En su trasfondo, Teatro de cámara, oscuro nos invita a reflexionar sobre la fragilidad del espíritu humano ante los discursos carismáticos, el poder de la sugestión y la importancia de conservar una mirada crítica incluso ante lo que parece sublime. El relato nos recuerda que no toda oscuridad es artística, ni todo líder es un maestro; que la belleza del arte auténtico radica en liberar, no en poseer.
Es, en definitiva, una pieza que desnuda los pliegues más profundos del ser y del escenario —donde los verdaderos demonios no siempre se esconden tras una máscara, sino que a veces dirigen la función. 🎭
Un abracito
Ebh