FUEGO EN EL ALMA
FUEGO EN EL ALMA
Cada mes como
de costumbre, Diógenes Cervera era enviado de compras a un pueblo cercano.
¡Quién lo creyera! A sus 13 años, Diógenes se movía como Pedro por su casa,
entre aquellos pueblos que lo habían visto nacer y crecer. Y es que su madre,
viendo en él tanta responsabilidad y autonomía, no dudaba un instante en delegarle
responsabilidades como ésta con la que lo comprometía ahora y, en convencer a
su padre para dejarlo ir a cuanta actividad se apuntaba el avispado chico. “Mi
pingüinillo”, como lo llamaba su padre, dada su apariencia endeble,
-que distaba mucho de serlo-, era un chico menudo, de cabellos rebeldes y expresión huidiza, era creativo
sin medida y con un cierto aire de timidez, que podía ser interpretado como
inseguridad.
-Hola mi amor, hoy necesito que vayas a Montenegro a comprarme algunas cosas que necesito-, le dijo su madre con voz cautivadora mientras fijaba sus ojos en él.
-Hola mi amor, hoy necesito que vayas a Montenegro a comprarme algunas cosas que necesito-, le dijo su madre con voz cautivadora mientras fijaba sus ojos en él.
Diógenes, -no
había terminado su madre de dictarle el encargo-, cuando ya estaba vistiéndose
con la mejor pinta, para luego peinarse los grandes mechones de su ensortijado
cabello.
-Aquí está la
lista-,
-no olvides
que cuando llegues a Quimbaya debes bajarte del bus y tomar el siguiente bus a
Montenegro-.
-En
Montenegro, atraviesas el parque y en la única casa de puertas y ventanas rojas,
preguntas por doña Adelaida, la esposa del farmaceuta. Le dices que vas de
parte mía, le entregas la lista, y cuando ella te haya entregado los productos,
tú le das la plata-.
-Espera los
vueltos para que te compres un helado en el parque, y ¡cuida el dinero para el
pasaje de regreso!-.
Diógenes pensó
que ésas líneas ya las sabía de memoria, pues no era la primera vez que le
haría ése mandado a su mamá:
-Sí mamá, ya
sé todo lo que tengo que hacer, no te preocupes que nada se me va a olvidar,
ten confianza en mí-. Su madre respondía con un tierno tirón de mejillas, para
luego despedirlo con un sonado beso. –Vaya pues con Dios, mijo-, le decía, hasta
que lo perdía de vista al doblar la esquina.
Corriendo y embelesado,
Diógenes pensaba en las miles aventuras que le deparaba cruzar dos pueblos, que
distando tan sólo una hora y media del suyo, le daban la sensación de estar cruzando
un océano. Se dejó llevar por sus pasos hasta el pequeño terminal pueblerino de
Alcalá.
-Aquí está mi
bus-. Se dijo para sus adentros, asegurándose de preguntar al chofer para estar
completamente seguro.
Ya en la
butaca, siempre al lado de la ventana para poder explorar los paisajes y el
verdor del camino que le encantaban, pensaba optimista:
-Hoy estoy
yendo a Montenegro, cuando sea grande viajaré a muchos países, así que tengo
que aprender cuanto más pueda. -Las casas de diferentes colores, ya pintadas en su memoria
fotográfica, no hacían más que recordarle la belleza del pueblo que amaba y que se decía, no cambiaría por ningún otro. Las curvas del camino y los guaduales cantores le
marcaban la ruta correcta hacia su destino. También las portadas con los
nombres de las fincas le traían al recuerdo las tantas veces que en compañía de
sus hermanos salían de paseo, las continuas andanzas por charcos y quebradas de
aquellas veredas y las salidas de pesca, casi siempre fallidas. –En su cara se
dibujó una sonrisa-.
Al momento,
Diógenes miró al cielo, -como evitando que el niño que aún era y que quería
dejar ser, no lo abandonara-. –Ésa es una vaca en dálmata, reía, antes de que
las nubes se desvanecieran para formar otra figura. Aquel es un perro chihuahua
y ése, un elefante. La niña rubia de pie, en frente suyo adivinó su juego y
rieron juntos.
Al cabo de un
tiempo, -Diógenes calculó que el bus ya había recorrido unos cuarenta y cinco
minutos-, y se dispuso a corroborarlo en
su todavía infantil reloj digital. -Me faltan quince minutos para llegar a
Quimbaya, así que debo prepararme, no vaya a ser que me duerma-, y su alma se
agitó.
Para
mantenerse activo, empezó a contar al resto de los pasajeros que lo acompañaban
en aquel destartalado bus: llamaron su atención un par de ancianas que hablaban
de más, sentadas a su lado derecho; detrás suyo, dos caballeros que parloteaban
acerca de lo difícil que había estado la cosecha reciente de café en la región y
de lo dura que se había tornado la vida por entonces; delante suyo, al lado de
la ventana, estaba la niña rubia, con destellos de sol en sus cabellos y
diamantes de cielo incrustados en sus ojos, quien le volvió a sonreír. Al lado,
su padre, quien la dejaba jugar, no sin prohibirle reiterativamente asomarse
por la ventana del vehículo. Más adelante en otro hilera, un par de muchachas
que sin importar el vaivén del bus, se maquillaban con pulso de cirujano. De pronto,
interrumpió su conteo de pasajeros, un olor a humo que se filtró intempestivo y
el grito de las muchachas que sonó estridente: -incendio, se prende el bus-, al
alboroto se juntaron las ancianas quienes pedían al conductor detenerse so
pretexto de lanzarse en picada y los dos caballeros, quienes insistían en usar
sus ponchos para sofocar el humo. ¡Cual tapia el chofer hizo caso omiso!
Diógenes puesto
en máxima alerta empezó a ver fuego en la cabina y entonces su cerebro se activó
en modo emergencia. En estos casos debía socorrer primero a los niños, -se
dijo-; ya las muchachas, las ancianas, los caballeros, y los demás pasajeros,
incluido el padre de la niña, buscaban como colarse despavoridos por entre las
ventanas.
Tomó a la niña
en sus brazos, -no te preocupes-, le dijo, -yo voy a sacarte de aquí-, y se
dispuso a bajar con ella por la puerta trasera. Como un radar examinó rápidamente
el espacio, contabilizó tan sólo diez pasos y unos pocos segundos para estar
afuera, pero de repente sintió que un frío metal se posaba en una de sus cienes.
De tajo quedó sentado en una de las sillas traseras, luego de que el hombre le
arrebatara con un brazo a la criatura en llanto; mientras que con el otro
sostenía un revólver. Su mundo se detuvo como también los átomos que lo
circundaban. Sólo esperó con los ojos cerrados el estadillo de una bala.
Congelado, se suspendió en el tiempo, mientras el fuego emergía al frente. No podía entender qué había
pasado. Hacía lo que aprendió y no lograba dilucidar la reacción de aquel
hombre contra su humanidad. Cayó como dentro de una tumba en donde difícilmente lograba escuchar
voces: -¿dónde está el extintor? Es obligatorio tener uno,
decían unos. ¿Cómo llamamos a los bomberos? ¡Si le echamos tierra al motor es
mejor! Decían otros- Diógenes no lograba hilar idea alguna, ¡todo era tan dantesco!
Aquel olor a aceite quemado y la irritación consecuente en su garganta,
escasamente lograba percibirlos. Descendió hasta aquella tumba y se posó en
ella, mientras una estela de tierra pesada y fría empezó a cubrirlo, no quería
volver a salir de allí.
La tierra
había empezado a tragarlo por completo, ya saboreaba su olor ocre, cuando la
voz chillona del chofer anunciaba que el peligro estaba extinto y podían subir de nuevo para proseguir la marcha. Fue sólo cuestión de minutos, minutos
que perdieron su real duración. Diógenes nunca había bajado del bus, se había
quedado hundido en aquella butaca con los ojos llenos de lágrimas y el corazón
abarrotado de perplejidades. Luego trató de volver en sí, pero sus
sentidos no se lo permitían. Una ola oscura de frustración y frenesí obnubiló su mente, y únicamente pinceladas de la brutal escena lograban colarse en su
recuerdo, un calor abrasador quemaba su cara. La algarabía lo trajo en sí.
Nadie más en
el vehículo había presenciado el bochornoso acto, -o se hicieron los tontos-,
Diógenes lo prefirió así, pues se sentía avergonzado como si fuera culpable de
algo. Los doce minutos restantes hasta Quimbaya lo siguieron turbando, sus ojos
no osaban mirar al hombre que cargando a la criatura, sentía también lo miraba
avergonzado de reojo desde otro silla. Las casas del camino palidecieron, hasta
el punto de desaparecer ante su mirada, los guaduales cantores, ahora lloraban con
él, y el resto del paisaje desapareció por completo.
Al bajarse en
Quimbaya su estómago no pudo contenerse, vomitó una mezcla de dolor y hiel,
mientras se preguntaba si las venideras aventuras en su vida contemplarían más
momentos como éste. Complejo en su diatriba,
logró ver aquellos ojos destellos de cielo que le lanzaban una mirada de
ternura, quizás de comprensión, mientras se alejaban…
Hicieron falta
varios minutos para que Diógenes se repusiera de aquella sensación de mareo,
hasta que decidió que era hora de seguir su camino, entró a un café y pidió que
le prestarán el baño para lavarse, -así lo hizo-. Al salir observó que el bus
siguiente estaba listo para partir, entró en él, hizo la pregunta de rigor para
estar seguro de que era el correcto, se instaló prevenido en una de las
butacas, con la esperanza de que un incidente similar no se repitiera, sin
embargo durante todo el camino no hizo más que revivirlo. El paisaje continuaba
mareado.
Hizo las vueltas
tal cual su madre le había ordenado, como si se tratara de un robot, la pasión
se había extinguido de su gracia, -el helado lo dejaría para otra ocasión-. En
cuanto pudo deshizo los pasos de regreso a casa, una honda pena se había
posesionado de todo su ser, anhelaba llegar al regazo de su madre.
Al llegar a
casa más tarde y cuando sus pasos habían tan solo cruzado el umbral de la
puerta, su alma se dejó ver a través de aquellos, sus cándidos ojos, que sin
vacilar destilaron toda la tristeza del mundo. Su madre le arropó de besos y
caricias para curar aquella amargura que adivinó en tanto dolor, sin comprender
qué era lo que le había pasado. Cuando estuvo más calmado, contó con lujo de
detalles los sucesos, -su madre no podía creer que alguien pudiera haberle
hecho eso a su niño y lloró amargamente con él en brazos-.
que buen viaje fernando, tu como siempre llevandonos d paseo por tan hermosos paisajes...esta vez pasando por la angustia del pobre Diogenes todo chiquito e indefenso.....que ternura
ResponderEliminarMi querida Caro, aprecio tu lectura y comentario. Esta ha sido una de ésas historias que me han dejado petrificado en mi propia vida, pero así es, un viaje angustioso por el indefenso mundo que apenas empezaba Diógenes, retrato de tantos niños y niñas que sufren en el mundo.
ResponderEliminarMuy bueno el escrito lo disfrute mucho... Gladys Pulgarín.
ResponderEliminarMe alegra mucho, Gladys que lo hayas disfrutado. Mil gracias por ser fiel lectora.
EliminarDe 1 a 10 : 10 😉
ResponderEliminarMil gacias de corazón amigo-a lector-a.
EliminarBuena introducción y gracias por tomar ese tiempo para deleitar el futuro y el presente. Luis Herrera.
ResponderEliminarGracias Luis a tí por dedicar tiempo a leer edtas líneas y comentarlas. Saludos.
EliminarOh, la ternura e inocencia de Diógenes fueron despertados por un accidente de la vida real. Hasta sentí el calor y la angustia del incendio. Mucha aventura entre dos hermosos pueblos de nuestro gran Quindío y la tranquilidad de saber que el mejor refugio se llama Mamá. Un beso
ResponderEliminarYolanda
Mi bella prima, a veces la vida nos pone las situaciones más difíciles para hacernos ver la otra cara de la moneda, unas veces se aprende temprano y otras tarde. Un abrazo.
EliminarMuy bonito don Luis. Lindas vivencias las de Diógenes. Muy completo, cada palabra plasmada lleva a vivir en el pensamiento cada momento de la historia. Emilia Bustamante.
ResponderEliminarQué bueno Emi que te haya gustado. Sé que tu escribes muy bien, así que bo dudes en seguir cultivando ése don.
EliminarQué lindo relato, gracias por permitirme conocer tus experiencias de vida.... Desde muy niño tenías claro que cuando fueras adulto ibas a viajar por todo el mundo y así lo has hecho. Todas esas experiencias son las que nos van formando como personas adultas. Como siempre excelente narración!!
ResponderEliminarMi querida cuñada, gracias por ser fiel lectora y comentarista. Así es, la vida parece que nos va configurando a la medida de nuestro sueños. Un abrazo.
EliminarHe podido leer tu post y es increíble. Una historia inocente cargada de tanta adrenalina y acción. Definitivamente no hay nada como llegar a casa y estar en brazos de quien te dio la vida. Me encantó! Daniel Fernando Ariza.
ResponderEliminarQué detallazo el tuyo Daniel, de tomarte el tiempo de leer y comentar este post, aprecio tu gesto. Un abrazo.
EliminarFue muy afortunado de contar con una mamá que se caracterizo por su inmensa ternura. Maravilloso relato, ... Felicitaciones...
ResponderEliminarAsí es mi querida amiga Aracelly, por fortuna Diógenes tenía una madre que le ayudó a sobrepasar ése duro momento a punta de cariño y de ternura. Un abrazo.
ResponderEliminarLos-temas-de los-cuentos-son muy buenos.
ResponderEliminarCorrecciones: Recuerde que los escritores corrigen y corrigen hasta-que ven el cuento a-su medida.
El niño no es indeleble sino endeble y no necesita dos-adjetivos.
Los teóricos dicen que-es mejor indicar su debilidad con descripciones, que usar adjetivos. Vale?
Qué distaba mucho de la-realidad, porque aunque menudo, de cabellos rebeldes y expresión huidiza era creativo sin medida.
Cuida el dinero para el pasaje de regreso ( para-evitar dos DE)
Las coloridas casas ( no)
Las casas de diferentes colores.
Es tan muy cerca dos-adjetivos duro y dura.
Alborozo no. Mejor alboroto.
No me quedó claro " cayo dentro de una tumba.....
Que el peligro.....
Dice que nunca había descendido.....repetido el HABIA.
Se habia-quedado hundido en la butaca y luego....
....trató de volver al interior del bus. (Confuso)
El final podia-dejarlo en brazos.
Eso de-que aprendió Diogenes NO. Eso es propio de una moraleja que pertenecen a las fábulas.
Ya una-frase final de él a-su mamá puede ser. Luz Stella Muñoz.
Gracias Luz Stella. Qué buenas correcciones, que por supuesto introduciré en el texto. Un abrazo.
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