Los libros me han salvado, oh Alejandría
La emoción me carcomía el estómago, detenía mi respiración. Corría
el mes de julio de 2006. Yo mismo no me lo creía. Había llegado a El Cairo el
día 6, como uno de los tantos navegantes que en la historia desembarcaba en el
puerto de Alejandría. Un caluroso y pegajoso viaje, pero no en navío sino en
bus, con muchas alcabalas y revisión de documentos durante todo el camino. Juan
Carlos Múnera, mi anfitrión y amigo, que vivía entonces en El Cairo, ya
había estado en Alejandría, por lo cual el viaje contaría con su experiencia,
conocimiento de la lengua árabe y el práctico filtro de los que ya conocen y te
recomiendan concentrarte en los destinos de visita obligada. La ciudad fundada
por Alejandro Magno en el año 331
a.C. se imponía ahora ante mis ojos, mientras me debía entre la imagen del
Alejandro esculpida por Hollywood en la persona Colin Farrell y la esfinge desnarigada vista camino al hotel.
La experiencia completa de mi viaje a Egipto, se puede leer
en mi blog, con el título: Escalofriante, alucinante Egipto”: https://yonoesquemelaspiquede.blogspot.com/2017/11/escalofriante-alucinante-egipto.html
Alejandría me halaba con la ilusión que me hacía visitar la
Biblioteca, sí, la mismísima madre de las bibliotecas creada por el rey Ptolomeo III, poco tiempo después de
fundada la ciudad. La que había suscitado tal obsesión por los libros y el
conocimiento, que en un tiempo, los barcos al atracar en el puerto, eran
detenidos para que entregaran a un escribano los libros que llevaban a bordo
con el fin de ser copiados. Después se regresaba una réplica a la tripulación.
El original se quedaba en la biblioteca.
Quería conocer la patria de uno de mis poetas preferidos, Constantino Kavafis. La emoción se me
convirtió en ansiedad y no lograba concentrarme, no podía dormir. El cansancio
del viaje, sumado a la agobiante temperatura, ameritaban un buen descanso, pero
yo no me lo permití o estaba como poseído por una legión de Nereidas. Mis pies anhelaban recorrer también
sus calles pisadas otrora por el poeta o visitar el piso donde vivió, hoy
convertido en museo. Sus versos se asomaron a la ventana de mi memoria y apaciguaron
mi espíritu:
"La habitación era
pobre y sórdida,
Escondida en los altos
de la taberna equívoca.
Desde la ventana podías
ver la calleja,
Estrecha y sucia. Desde
abajo
subían las voces de
unos cuantos obreros
que distraían su tiempo
jugando a las cartas.
Y allí sobre un lecho
barato, miserable,
El cuerpo tuve del
amor, los labios… (Kavafis).
Tomé una ducha larga e hice tiempo a que Juan Carlos
recuperará en sueños las fuerzas, para emprender la marcha.
Desde que tengo claros los recuerdos, los libros han jugado
un papel importante en mi vida. No he leído tantos como quisiera, de hecho en
mi biblioteca reposan volúmenes de vieja data, aún por leer. Y otros que tal
vez nunca leeré. Lo primero que aprendí a leer fue geometría. Es extraño,
realizaba construcciones de cartón para regalar a mi madre. ―Y era muy extraño porque en
secundaria casi que no logro pasar matemáticas―. Los edificios que para un
provinciano como yo eran de referencia abstracta o reproducidos a partir de las
imágenes que veía en el destartalado televisor a blanco y negro de casa, alcanzaban
hasta los quince pisos. Las calles lucían bien delineadas y adornadas con
pequeñas plantas y con los coloridos carros de plástico que encontraba en mi
escaso tesoro escondido en una mochila de tela. En su fundo compartían lugar
con las bolas de cristal de aquellos tiempos. Construía y construía ciudades, que
después de la tierna y meticulosa recepción de mi madre, destruía para
emprender una nueva.
Valga la pena aclarar, mis ciudades no se parecían en nada a
alguna de las 20, que se dice, fundó Alejandro:
+ Alejandreta, antigua Alejandría de Cilicia y la de
Persis, de Susiana, de Tróade o Alejandría Troas, en Turquía.
+ La de Egipto, objeto de mi visita en esos momentos.
+ La de Aracosia, actual Kandahar; la de Ariana,
actual Herat; La de Oxiana (también conocida como Alejandría de Oxo, Sogdiana o Bactriana).
La del Cáucaso o Paropamisos, después llamada Bagram, ubicadas en Afganistán.
+ Las de Irán: Partia o Alejandrópolis, Carmania,
actual Kermán y Protasia, en Drangiana.
+ Las Gedrosia y Margiana, actual Merv, en Turkmenistán.
+ La del Indo, la Bucéfala o Bucefalia,
actual Jelapur y la de Nicea, en Pakistán.
+ Escate (llamada también de
Escitia, Extrema, del Fin del
Mundo, Última o Alexandreschata), actual Khodjent, en Tayikistán.
+ Y la de Latmos, en Caria.
―Por fortuna u olvido a ninguna de mis ciudades puse nombre―.
Más crecidito, le permití al deletreo dar a luz con dificultad fonemas y morfemas ayudado por mi Cartilla Coquito, ― ¿Alguien de mi generación no tuvo una en sus manos?―, y, por supuesto, alentado por la belleza y ternura de mi siempre recordada y celada maestra de primer grado, Beatriz Villarreal. ―El buen mozo del profesor Juan de Jota Gutiérrez, vecino de mi casa, acaparaba toda su atención.
Escrito en un pequeño papiro neuronal o almacenado en algún enrollado pergamino en el estante de mi recuerdo, está el día de mi infancia en que cayó en mis manos El Principito, ilustrado, que hojeaba y
hojeaba, esperando ser devorado cuando aprendiera a leer de corrido.
Más sosegado el espíritu después de aquellos versos,
emprendimos, Juan Carlos y yo, nuestro camino hacia el lugar donde estuvo
ubicado el gran Faro de Alejandría.
Me lo imaginé, lo disfruté, sí, pero mis anhelos estaban anclados en la Biblioteca.
Se me aceleraba el corazón, cada vez que recordaba cómo los reyes egipcios, los
Ptolomeos habían comprado, robado,
expropiado, copiado e inventado libros. La genial Irene Vallejo, en el que pinta ser todo un clásico de la literatura
universal, “El infinito en un junco”, no lo puede expresar mejor: “Era el secreto mejor guardado de la corte
egipcia. El Señor de las Dos tierras, uno de los hombres más poderosos del
momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre es así con los reyes) por
conseguir todos los libros del mundo para su Gran Biblioteca de Alejandría.
Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta”.
La Gran Biblioteca tendría que esperar un poco. Cada recodo
de la ciudad ponía a prueba mi paciencia, ya porque también tenía una
curiosidad reposada por conocerlos o, ya porque todavía no era la hora propicia
para visitarla.
Además de los cuentos infantiles que se contaban en la
escuela y de las fábulas y otros cuentos de Rafael
Pombo que me cautivaban en la televisión, y cuando sólo un salto me
distanciaba de la secundaria, un viejo y polvoriento libro en edición de
bolsillo, titulado La Odisea, de Homero
aterrizó en casa, quizás de las lecturas obligadas de mis hermanos, por allá en
el grado quinto. Me dediqué a recorrerlo intrigado en conocer por qué lloraba
tanto el pobre Ulises, por qué
anhelaba volver a ver a una tal Penélope.
Y aunque no lo comprendía, ―ésas eran cosas de adultos―, quería saber qué pasaría. Me
deleitaba en las peripecias que acontecían a Ulises ante el multicolor abanico de aventuras que encontraba en
cada mar y en cada latitud, llevado por el destino que le marcaban los empecinados
dioses griegos. A este punto vibra mi lengua cuando Ítaca se posa en su punta:
“Si vas a emprender el
viaje hacia Ítaca,
Pide que tu camino sea
largo,
Rico en experiencias,
en conocimiento.
A Lestrigones y a
Cíclopes,
O al airado Poseidón
nunca temas…” (Cavafis).
Toc, toc, salí corriendo a abrir la puerta. Alguien tocaba insistentemente su sonoro material. Era un vendedor de libros, un agente del Círculo de Lectores. Llamé con presteza a mi madre y a mi hermana. ¡Mis eternas cómplices! Las expresiones de pasión y asombro dibujadas en mi rostro, ante cada página de la revista que sus manos pasaban y cada palabra que pronunciaba “el Vendedor más grande del mundo” colombiano, calaron también en Aida Luz, mi hermana. Seducida por ese canto de sirenas, ella también cayó en ésas redes. Al instante buscó su cartera, sacó el costo de la subscripción e hizo su primera orden. ―A decir verdad, estaba muy interesada en ilustrarse acerca de las rutas que debía recorrer el cuerpo para lograr el amor y la pasión. ―Me matará mi hermana por delatarla―. Ordenó al vendedor, cuando mi madre se desentendió del asunto y se marchó a continuar sus quehaceres, el primer fascículo de “El arte de la sexualidad y del amor”, ―cuando a escondidas lo tuve conmigo, me hubiera gustado ver más imágenes explícitas―. Y así cada mes, uno o varios ejemplares llegaban a nuestra creciente biblioteca: La enciclopedia escolar Lexis 22 que completamos en un año y la serie Chris, nacida inocente: Escapa Chris, El regreso de Chris, El corazón de Chris, Chris y su destino y Los caminos de Chris, de Paul May, que me enseñaron que las drogas matan y ayudaron a que los libros me ganaran para su mundo.
“Nada
me retuvo. Me liberé y fui.
Hacia
placeres que estaban
Tanto
en la realidad como en mi ser,
A
través de la noche iluminada.
Y bebí un vino fuerte, como
Sólo
los audaces beben el placer” (Kavafis).
De sexto a noveno grado, Neila Vidarte, mi maestra de Español y
Literatura, a quien recuerdo, además de su pasión por los libros, por su gusto
por el oro y la bisutería, ―cada uno de los dedos de sus
dos manos estaba enhebrado por sendos anillos de brillantes y piedras―, hacía que volara en la
clase de dos horas, ―tediosas para la mayoría de mis compañeros―. Yo nunca pude
contar cuántos eran sus anillos. Ella en cambio sí logró sembrar en mí un gusto por
la narrativa. ¡Cuánto disfrutaba cuando Neila
nos enviaba como tarea, a escribir un cuento, parafrasear una historia contada o
leída por ella en clase, encuadernar nuestra propia e ilustrada producción! ―Realmente
era mi madre quien cocía con tal devoción ésas páginas―. Y recibirla al poco
tiempo corregida con color rojo, ora por los errores ortográficos, ora por los
de puntuación, ora por los de semántica o ya con sus sugerencias. Presuroso, procedía
a enmendar los errores y entregarla otra vez. Todavía vives en mí, querida Neila.
Una vez visitados
aquellos lugares y sintiendo las consecuencias de aquel clima mediterráneo, me
dediqué a leer en el balcón del hotel, una crónica de la reapertura de la
Biblioteca en el año 2002. Me detuve con vehemencia ante los hechos que
describían las tres destrucciones que había sufrido y que resumo así: una
primera ocasionada por un incendio durante la guerra entre los pretendientes al
trono de Egipto o una casi pelea de faldas, en la que se involucra a Julio César con la imprevisible Cleopatra y los Ptolomeos, ―De ella se dice, ascendió al trono cuando apenas tenía
17 años y hablaba 16 idiomas, además de haber estudiado geografía, historia,
astronomía, diplomacia, matemáticas, alquimia, medicina y zoología y haber
escrito varios libros que no llegaron hasta nuestros días―.
Una segunda
en el año 390 a causa del fundamentalismo cristiano. En el siglo IV el
cristianismo es proclamado como religión oficial del Imperio. La
Biblioteca había compilado los saberes del paganismo clásico, rechazados
por algunos movimientos cristianos. El
emperador Teodosio promulga
leyes contra el paganismo, las que aprovechan los cristianos más exaltados para
atacar. Entre los exaltados se encontraba el patriarca Teófilo, quien ni corto ni perezoso dio la orden de arrasarla,
mediante una ley de saqueo antipagano.
La tercera
destrucción se da a causa del fundamentalismo islámico en el año 640. Alejandría
fue capturada por un ejército musulmán comandado por Amr ibn al-As. Y fue justamente este general
quien, según se cuenta, habría destruido la Biblioteca cumpliendo una orden del
califa Omar quien afirmó: "si esos libros están de acuerdo con el
Corán, no tenemos necesidad de ellos, y si se oponen al Corán, deben ser
destruidos".
¡De cuánta
estupidez e ignorancia somos capaces los humanos! A esta altura de la crónica un
escozor me recorría la sangre y la dejé a un lado. Borges apareció para sofocar mi reconcomio:
“En el siglo primero de la Hégira,
Yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
Y que impone el Islam sobre la tierra,
Ordeno a mis soldados que destruyan
Por el fuego la larga Biblioteca,
Que no perecerá. Loados sean
Dios que no duerme y Muhammad,
Su Apóstol”.
Después de respirar
profundo, leí los últimos renglones. No obstante aquella historia de
destrucción y barbarie, “La Biblioteca de
Alejandría reabre sus puertas 1.360 años después. La ciudad recupera un símbolo
y puja por volver a ser el centro del saber y de la cultura universal”. Y
perdoné a la Historia.
Capitaneados por Neila Vidarte, navegamos a mar abierto. Cruzamos a campo traviesa por El Lazarillo de Tormes que me habló de un pequeño que tenía fama de ratero en el pueblo. El Cantar del Mío Cid y su lucha por recobrar el honor. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha que me despertó tantas sonrisas. María, de Jorge Isaacs. El retrato de Dorian Gray, que me ilusionó con falsas esperanzas de eterna juventud. Las aventuras de Tom Sawyer, que tenía su representación en casa en la figura de mi díscolo hermano Jhon Javier. Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada y El Coronel no tiene quien le escriba, de nuestro Premio Nobel de literatura, que me mostraron que el tiempo y el recuerdo quedan estampados en las puertas, ventanas y en la piel. Pedro Páramo de Juan Rulfo, que me valiera un frustrante cero como nota en el informe de lectura, pues no logré entenderlo. La vida es sueño, me multiplicó hacia el futuro. Platero y yo. El viejo y el mar. La Divina comedia. La apasionante Ilíada y tantas otras obras de la literatura universal que me mostraron mundos paralelos, diversos, unos divertidos y otros no tanto. En fin, que me hablaron de los sin límites del ingenio humano.
Y
al tercer día, Juan Carlos me dijo que era hora. Entre más temprano, mejor. Nos
dirigimos hasta la gran Biblioteca. ―Yo no voy a entrar, ya la he recorrido
varias veces, pero te espero en dos horas para que me cuentes cómo te fue, ―y
me despidió a la entrada―. Esfinges monumentales sacadas del fondo del mar
entronizaban el imponente y moderno edificio.
En
sus estantes pude observar uno que otro de los 50.000 mapas, 10.000
manuscritos, 50.000 libros únicos y ejemplares modernos, y alguno de sus 700.000 pergaminos, que no me atreví
a tocar. Y otra vez Borges me asaltó con
versos:
“Desde el primer Adán que vio la noche
Y el día y la figura de su mano,
Fabularon los hombres y fijaron
En piedra o en metal o en pergamino
Cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño.
Aquí está su labor: la Biblioteca.
Dicen que los volúmenes que abarca
Dejan atrás la cifra de los astros
O de la arena del desierto. El hombre
Que quisiera agotarla perdería
La razón y los ojos temerarios”.
Un
paseo por el Museo de Antigüedades de la biblioteca me dejó ver los artefactos
descubiertos en el sitio de construcción de la biblioteca moderna. Colección de
más de 1000 piezas y documentos de diversas épocas de las civilizaciones
egipcia, griega y romana. Los otros dos edificios, el centro de conferencias y
el planetario con sus tres museos: el de Ciencia, de Caligrafía y de
Arqueología, tendrían que esperar a una futura visita. Las dos horas se habían deslizado
veloces y Juan Carlos me esperaba para almorzar y alistar nuestras maletas para
volver a El Cairo.
En la historia de mis días los libros han
sumado grande, se han convertido en ruta de navegación segura para alargar el
conocimiento. Han sido aliados, especialmente en los momentos más difíciles,
cuando la desesperanza, el desasosiego, la enfermedad del cuerpo o las heridas
del amor han querido aniquilarme. O, cuando he buscado un placer superior. Los
libros han salvado mi vida cuando enfermo los hice mis compañeros en el camino
de ascenso y descenso. Me hicieron las horas más llevaderas y me llenaron de
alegría y esperanza. Seguramente Alejandro, los Ptolomeos, los filósofos, los
escritores, los poetas, los artistas, los conocidos y los anónimos, los de antes
y los de ahora y todos los que los han protegido como fuente de sabiduría y
legado de conocimiento han comprendido que ellos salvan vidas.
Justo dos horas tomé adentro de aquel
claustro. A la salida comprendí que en la pared exterior, hecha de granito gris
de Asuán, estaban tallados los
símbolos de 120 escrituras diferentes. Y entonces comprendí de qué material
está hecho el ser humano. Y otra ronda de versos de mi poeta alejandrino vino a
mí:
"Viajero,
si
eres alejandrino, no has de criticar.
Tú
conoces el ímpetu de la vida nuestra:
qué
ardor posee,
qué
voluptuosidad excelsa" (Cavafis).
Con una levedad en el espíritu, me
despedí agradecido de Alejandría, con la esperanza de regresar un día, cuando
los empecinados dioses dejen de mover los hilos de mi destino o cuando yo
decida combatirlos con la espada de la libertad.
Genial mi amiguito LuisFer, me llevaste por el recorrido hacia lo desconocido , además de recordar algunos de los libros de Infancia que también con mi profesor de Español y literatura era un placer leerlos , porque era la única manera de leerlos, así fuera porque era una tarea, pero cuánta riqueza hay ahí, de verdad
ResponderEliminartodo el mensaje que se transmite salva Vidas y de seguro tu con ésto que transmites también lo harás. Gracias, Gracias, Gracias 😘🙏
Carmencita querida, gracias por ser seguidora y lectora fiel y por dejarte tocar por estas líneas sobre acontecimientos que han movido mi vida. Otro abrazo de vuelta.
EliminarGracias, la narración me hizo recordar muchos de los pasos en ese camino que los libros dejaron para mí, no recuerdo los nombres de mis profesoras, empero las tengo presentes en ese trasegar por el mar de las letras. El infaltable Circulo de Lectores también acortó mis ahorros y ni hablar de las colecciones de Montaña Mágica o de la Oveja Negra (Grandes Aventuras). Poesía mas bien poco y los clásicos de esa época, muchos los he vuelto a leer para verlos en su total grandeza, de mi escritor favorito te dejo esto: "Aprender es descubrir lo que ya sabemos. Enseñar es recordar a otros que lo saben tan bien como nosotros. Todos somos aprendices, hacedores, maestros". Stephen King. Gerardo Ovalle.
ResponderEliminarEstimado Gerardo, cuánto aprecio tus palabras para este solitario acto que es la escritura. Valoro tu aporte como un tesoro de quien a ahorrado también en letras. Un abrazo.
EliminarBuenos días Luis Fernando como amaneciste acabo de leer tu relato sencillamente hermoso maravilloso gracias por compartirlo conmigo bendiciones. Gladys Pulgarín.
ResponderEliminarGladys, saludos, espero que todo te esté yendo bonito. Mil gracias. Un abrazo.
EliminarLuis Fernando. Encantada de leer y ver su texto sobre Alejandría. Caminé con usted. Seguí sus pasos a través de esa visita que realmente fue corta para la grandeza de este monumento del saber y que encierra tantos momentos importantes de la historia. Su voz muy agradable para seguirla, me permitió acercarme a la mirada que usted le hacía, complementada con sus conocimientos previos y claro el interés por llenarse de imágenes y de conocimientos de regiones tan legendarias.
ResponderEliminarDebo hacer una observación. Cuando habla de su infancia y al hacer esas estructuras arquitectónicas para sus clases en el colegio, yo considero que tienen más relación con la geometría, con el diseño arquitectónico, que con las matemáticas. No sé si esté equivocada, porque para matemáticas siempre fui negada.
Emocionada al haber seguido su texto, por el homenaje que le hace a Kavafis, por ese interés personal en acaparar información, en grabar en su mente esa experiencia. Las fotos, maravillosas y complementan en parte su visita. La información complementaria que usted da, enriquecieron mi mente también. Desconocía muchos datos valiosos que usted adiciona. Su tono amable, sincero y poético para apreciar esa experiencia que estaba viviendo, llegó a mi mente en forma fresca y afectuosa como lo es usted. Felicitaciones. Un abrazo. Luz Stella Muñoz.
Luis Fer fascinante relato me hizo recordar parte de mi vida. Ángela Ricaurte.
ResponderEliminarSaludos Ángela, me alegra que lo hayas disfrutado. Un abrazo.
EliminarTu relato es maravilloso. Gracias. Carlos Cardona.
ResponderEliminarMil gracias Carlos, aprecio tu comentario.
EliminarMuchas gracias Luisfer querido. Como siempre algo que me llega al corazón. Un abrazo. María Teresa Correa.
ResponderEliminarGracias a ti, mi querida María T. Otro abrazo.
EliminarMil gracias por la medicina. María Adelaida López.
ResponderEliminarGracias a ti, María Adelaida por ser fiel seguidora y lectora. Un abrazo.
EliminarQué delicia Alejandría. Qué deseos de devorar todos sus libros. Qué experiencia tan maravillosa. No importa que dentro de su narración nos expongamos a una reprimenda por exponer secretos familiares. Vale la pena. Un abrazote
ResponderEliminarJejeje, así es, prima querida, es el riesgo de tener por ahí cerca a un spoiler que puede desgranar en palabras la vida de otros. Jejeje, pero tranquila, tus secretos están seguros conmigo.
EliminarLuis Fernando que bonita tu forma de narrar. Seguiré leyendo tus anécdotas. Felicidades por estas publicaciones. Un abrazo grande
ResponderEliminarGracias, prima por tus palabras y por tomarte el tiempo de leer estas líneas, otro abrazo de vuelta.
EliminarHola Luis Fernando, me encantó tu narración de Alejandría y las poesías de Kavafis ilustraron grandemente cada momento vivido. Lo más sentido para mí es que siempre tienes presente tus raíces. Seguiré leyendo tus escritos. Un fuerte abrazo. Flor alba.
ResponderEliminarMi querida Floralba, cuánto me alegra que te haya gustado. Kavafis es mi poeta preferido, lástima que en ése viaje no pude visitar el apartamento de él, convvertido hoy en museo. Ojalá que la vida me permita visitarlo un día. Un abrazo.
EliminarHola Luis Fernando, me encantó tu narrativa, fue muy emotivo cada paso que diste en este viaje. Una experiencia inolvidable y de gran valor cultura. Un abrazo. Sandra.
ResponderEliminarEstimada prima, recordar es vivir, gracias por dejarte tocar por estas líneas de acontecimientos que movieron mi vida. Un abrazo.
EliminarQue buen relato Don Luis Fernando, como me alegro que hayas conocido y vivido está experiencia, de estar transcendiendo en la historia mil felicitaciones y muchas gracias por compartir y hacer que viviera tu caminar, Dios te bendiga y un abrazo. Nancy Salgado.
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